Al igual que el duelo, el amor no es un sentimiento puro. Ni siquiera un
sentimiento de dependencia o de ciega servidumbre procedente de los campos del
alma enferma. El amor verdadero no conoce la supuesta debilidad de la
autoestima ni el correspondiente deseo de apoyarse en alguien firme, como
tampoco le es propio el uso o el abuso de otra persona con fines egoístas. El
amor verdadero no busca al compañero protector o estimulante, no quiere hijos
que exhibir para el provecho propio ni ansía elogios ni ternura para
autosatisfacerse. El amor no requiere absolutamente nada, es soberano, porque
la «materia» de la que está hecho es el sí modesto y sin condiciones a la
persona amada, como una estrella fugaz que sale despedida de los fuegos artificiales
de la Creación. El amor es, como reza una opereta alemana, un «poder
celestial».Por todo ello es capaz de hacer lo que sea necesario: dejar ser al
otro, dejarlo ir, no retenerlo, con lágrimas en los ojos si es necesario, pero
con afecto sincero. El tiempo pasa y el amor permanece; los sentimientos se
difuminan y el amor permanece; la muerte deshace los compromisos y el amor
permanece. ¿Cómo podría un sí sin condiciones convertirse en un no cuando las
condiciones cambian, cuando el otro toma un rumbo diferente, enferma o muere?
Aquella parte fundamental de la relación mutua que era amor «sobrevive» incluso
al fin de la relación.¿Pero en qué forma «sobrevive»? Ahora ya no resulta tan
difícil adivinarlo: en forma de alegre consonancia con el ser presente y pasado
del otro, en su recuerdo, en el rezo por él y, sobre todo, en el duelo
silencioso por él. «Soy el premio por tus valores. Soy el espejo de tu riqueza.
En mí se eterniza tu amor.» Así habla el duelo.
Del libro “En la tristeza pervive el amor” de Elisabeth Lukas
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